viernes, mayo 17

Mi vocación de escritor

Comprendí mi gusto por la literatura, como tal, a los diecisiete años de edad, en el Colegio San José, La Salle de Colón. Sobre todo el placer que me daba narrar elementos de la realidad que encontraba a mi paso

Colegas escritores muy queridos me han pedido, más de una vez, tratar de contar mis primeros pasos como creador en la literatura nacional. No es fácil hacerlo a mi edad y con mi deficiente memoria para los detalles de otras épocas. Pero al fin hoy me he sentido tentado a intentarlo, al menos en algunos aspectos iniciales, para mí señeros…

En el colegio, la psicología y la historia siempre fueron mis materias favoritas, pero el español como lengua y reconocimiento era sin duda mi preferida. Y sobre todo, la escritura de pequeñas historias narradas por supuesto en esta lengua. Mi capacidad de inventar siempre fueron más a menos a la par con la observación aguda del entorno, así como de la captación de emociones que aparentemente vivían contradiciéndose.

Comprendí mi gusto por la literatura, como tal, a los diecisiete años de edad, en el Colegio San José/La Salle de Colón. Sobre todo el placer que me daba narrar elementos de la realidad que encontraba a mi paso. Creo que todo empezó describiendo las enormes raíces subterráneas, así como las aéreas, del parque de la calle 7: gruesas, enmarañadas, imprevisiblemente entreveradas, a medida que uno recorría el lugar, observando cada detalle como un botánico aficionado. Ningún juego de raíces tenía la misma disposición que las demás, todas tenían vida propia a su modo, y eran cientos. Y una vez me atreví a mostrarle a mi profesora de Español un par de párrafos sobre aquellas complejas descripciones hechas por mí, y recuerdo que me felicitó en frente de toda la clase. Después habría de solicitarme construir una pequeña historia a partir de aquellas descripciones. Recuerdo que los personajes que habitaron aquella mezcla burda de realidad e imaginación fueron nada menos que las hormigas, los grillos, las mariposas, ¿quiénes más?; pero también las secas hojas de hierba que solía haber por todas partes cuando no llovía. Aunque no hablaban como en los cuentos de hadas – a esa edad, eso ya no era lo mío-, de algún modo esos seres se comunicaban entre ellos, y la vida fluía con precisión y delicadeza frente a los ojos cautivos de mis compañeros de clase al escuchar mi pausada, entusiasta lectura.

Sin embargo, una vez recibí por correo postal una carta en aquel Colón de mi juventud. Era de una desconocida profesora de Español del Colegio Abel Bravo, quien comentaba en dos párrafos una larga narración que buscaba ser remedo de novela y que yo había impreso en papel periodico y puesto a circular prematuramente por mi cuenta por la ciudad de las 16 calles.

Se dirigía a mi con respeto, pero no tardaba en enumerar los 38 “horrores” ortográficos que contenía mi texto. Explicaba en detalle la naturaleza de cada falta. Sin embargo, en su segundo párrafo decía literalmente lo siguiente: (a) Sin embargo, usted tiene un admirable facilidad para describir y narrar escenas complejas. (b) Sabe, con una antigua sabiduría que sin duda le viene de buenas lecturas, como contar una historia sorprendiéndonos al final. (c) Tiene una especie de innata sabiduría acerca de qué pasajes realistas o imaginativos tienen la suficiente relevancia para formar parte del texto. (d) Usted sabe hacer algo que es muy difícil dominar cuando empieza a escribir: crear verosimilitud en un personaje sacado literalmente de la calle, a veces de la miseria más escueta. Siga escribiendo, joven Jaramillo. “Llegará lejos!” No he dejado de escribir en más de 60 años desde entonces.

Mis primeras lecturas en Panamá fueron Ricardo Miró con su poema “Patria”; “Plenilunio”, de Rogelio Sinán y la poesía de Stella Sierra. También varias novelas y cuentos de los norteamericanos Ernest Hemingway, John Steinbeck y Ray Bradbury. Los uruguayos Horacio Quiroga y Juan Carlos Onetti, así como el argentino Julio Cortázar fueron por mucho tiempo mis cuentistas de cabecera, además del clásico norteamericano Edgar Allan Poe, por supuesto. Y cuando en 1971 llegué becado a México como joven escritor centroamericano, mis ídolos literarios de ese país fueron Juan Rulfo, Salvador Elizondo, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Rosario Castellanos, Elena Garro y Amparo Dávila entre otros narradores, por mucho tiempo mis autores preferidos y entre los poetas Jaime Sabines, Octavio Paz y Efraín Huerta; a todos los conocí en persona y siempre me trataron como a un mexicano más, con deferencia y respeto que conquistaron mi joven alma de escritor en ciernes.

Durante todo 1971 me reuní una vez por semana con otros cinco jóvenes becarios mexicanos y bajo la tutela crítica de Rulfo y Elizondo escribí un libro de cuentos que en 1973 publiqué en ese país, mi colección de ficciones más conocida internacionalmente: “Duplicaciones”, que lleva cinco ediciones en español y una en inglés. Fui por un año, y todo era tan favorable a la creatividad literaria que me fui quedando doce años en total, eventualmente como profesor titular en la recién creada Universidad Autónoma Metropolitana, en Iztapalapa. En ese gran país azteca aprendí a impartir talleres, a ser promotor cultural, antólogo y editor; y por supuesto perfeccioné mi escritura.

Escritor